sábado, octubre 29, 2005

Déjala correr IV

Conquistadores derrotados

Después de dormir vaya uno a saber dónde, de tomar unos mates mañaneros y de poner el objetivo del día, llegar a Chelforó, nos hicimos al agua de nuevo. El sol pegó fuerte desde temprano y de a poco los márgenes del rio se fueron pelando de árboles, todo se hizo piedra y arbusto achaparrado, aunque seguían apareciendo lo pájaros y las nutrias.

Mientras Gulichi intentaba pescar sin mucha suerte y Juampi se quejaba del calor, los demás no parábamos de entrar y salir del agua, a veces quedándonos un rato largo flotando detrás de las canoas. El rio empezaba a ponerse sinuoso a medida que entraba en el llano. El agua corría, lenta, como un gran bloque de cemento fresco.

Ya con hambre en serio y hartos de un sol impiadoso, elegimos una playita de arena y piedras para frenar a almorzar. Teníamos fideos, unas latas de atún y salsa de noseque en las mochilas. Jero no pudo con su genio tarzánico y se puso a atrapar mojarritas (porque a eso no se le podía llamar pescar). Mientras nos refugiábamos del sol en la no muy gentil sombra de esos arbustos, la comida estuvo lista. No pudimos evitar que el "pescador" metiera sus pececitos en la salsa. Vivos, claro.

No estuvo muy rica la comida pero calmó el hambre y repuso fuerzas para la tarde larga que venía. El sol seguía pegando fuerte y la tierra seguía poniéndose árida alrededor. En el avance constante empezamos a notar como las orillas se poblaban e iban apareciendo pueblitos.


Cuando la tarde caía cruzamos un puente y divisamos la que podía ser nuestra casa esa noche. Hacía rato que tratábamos de ponernos de acuerdo acerca de nuestra parada nocturna, pero no había caso. Cuando vimos la islita frenamos a explorar.

Era muy chiquita, casi todo tierra y arena. Daba la sensación de no haber sido nunca pisada y podía ocurrir que en un año ya no existiera. Tenía una playita barrosa con pasto y lugar para armar las carpas. El atardecer desde nuesta tierra conquistada se veía increible, con sus naranjas y rosas. Eramos nosotros y el rio, era como seguir avanzando en el agua, pero sobre nuestra isla.

Reyes en nuestro territorio. Así dormimos, bajo una lluvia fina pero insistente, sientiéndonos parte del rio, un poco frustrados por otro día sin cumplir el objetivo de avance y cansados, muy cansados.

Cuando nos despertamos al día siguiente fui el primero en quejarse. Me sentía mal, y no iba a ser el único. Partimos de todos modos, no sin antes tomar unos mates juntos. Iba a ser otro día de calor furioso y se notaba el aire de pesadumbre general. A medida que pasó el día se fue viendo en las caras como ibamos cayendo de a uno: dolor de cabeza, fatiga general y dolores de panza. Todos, sin excepción, rogábamos divisar Chelforó.

De a poco el rio se fue cubriendo de nuevo de árboles. Veíamos antenas que nos hacían añorar pueblos, algún lugar donde parar, descansar, curarse. Los mapas indicaban que teníamos que estar cerca, pero la espera se hacía eterna. Cuando frenamos por esa gran antenta que se veía a lo lejos ya estábamos en un estado lamentable. Subimos las canoas a la orilla boscosa, tres se fueron caminando a ver qué había. Los demás nos quedamos dormitando abajo de los árboles.

Pasó más de una hora, pero finalmente volvieron. Venían en una Ford roja, vieja. Manejaba Juan Carlos. Juan Carlos tenía un hotelito en Chelforó y era todo hospitalidad. En la caja de la Ford entrábamos todos. Y las canoas podían quedar en un muellecito de su campo, a salvo.

No lo dudamos ni 10 segundos. Esa noche ibamos a dormir en una cama y comer algo liviano.

Continúa... Cap. V


¿Hay otras Periferias?